Por Cristian Arias
Don Quijote ya no es caballero andante; acaba de partir de camino como escudero pedestre y todas aquellas aventuras en las que salió derrotado, no por falta de valor o cobardía sino en razón a su mala fortuna, son todas asunto del pasado. Está comenzando a reflexionar, a pensar en que a veces la voluntad, arropada en la presunción ciega confundida con valentía, puede traer desventuras como el acabose que viene de protagonizar. Es entonces consciente de ser artífice de su propia ventura, la de la derrota merecida. Pero de todo este duelo humano queda la plena satisfacción de que, aunque siendo atrevido y osado, ha perdido la honra pero no la virtud. ¿Y cómo se manifiesta esta virtud? En el cumplimiento de la palabra. La dignidad de don Quijote no ha caído; se mantiene incólume por la seguridad de la palabra, del valor de la promesa dada. Pero es lo único que le queda para vivir. El resto, los hechos construidos a fuerza de su brazo, aquellas estampas contundentes que lo han inmortalizado, han muerto. Aunque con la certeza de que resucitarán de sus cenizas como el Ave Fénix, y volverá al nunca olvidado ejercicio de las armas.
Por ahora se reconfortará con la idea de una nueva vida como pastor, en medio de la tranquilidad de la naturaleza viva, de amores, cantos, llantos y poemas, como una nueva manera de alcanzar la gloria y la fama en el presente y en el futuro. Don Quijote sigue pensando en su gloria y Sancho lo secunda, añadiéndole a la cofradía nuevos miembros, el cura, el barbero y el bachiller. Junto a las dueñas de los amores de cada uno, todo sería un nuevo paraíso en la tierra.
En este contexto de derrota, vemos por primera vez a don Quijote buscando por la fuerza obligar a Sancho que se azote. Pero no lo logra. Luego, rogará este favor pero será inútil. Sancho no está dispuesto por ahora a hacer sacrificios ajenos. Las pisoteadas de los cerdos fueron un simbólico mensaje para don Quijote, el resultado ineludible de su destino, el merecimiento de su derrota, de su caída, de la cual no se podrá levantar. Y es que es una doble derrota: la del enfrentamiento con el caballero de la Blanca Luna y la del encantamiento de Dulcinea, siendo ésta última la más devastadora teniendo en cuenta que no está es su ámbito de dominio poder solucionar.
Vemos en seguida, la dupla: dormir y pensar: don quijote se quedará despierto imbuido en sus pensamientos, en la meditación, en lo trascendental; Sancho prefiere seguir durmiendo, satisfacer ese placer físico, necesario para seguir existiendo. Para Don Quijote no es posible la existencia sin el pensamiento. Por eso se alimenta de ideas, de especulaciones, de lamentos existenciales que desfoga en un madrigal recién compuesto en la memoria.
Otro aspecto importante del final de esta historia lo evidenciamos en la segunda llegada de nuestros personajes al castillo de los duques. Allí tiene Sancho que pasar una segunda prueba física para resucitar a la bella Altisidora, muerta por el desamor de don Quijote. Al parecer, para curar, sanar y revivir, como para desencantar, la única prueba consiste en el dolor físico. El espíritu, como en los suplicios de la inquisición, es el que debe pasar por un estado de purificación a través del dolor de la carne. Pero en este caso el cuerpo físico de quien debe ser purificado mediante el suplicio se extrapola en el de otro ser: en Sancho. Es Sancho lo material, lo físico, la cárcel del alma de don Quijote. Por tanto, es él quien debe ahora recibir el suplicio físico por la crueldad de don Quijote, como los tres mil trescientos azotes que deberá recibir si quiere que Dulcinea sea desencantada. La locura de los duques es la locura de los inquisidores que expurgan a través del dolor del cuerpo.
La enorme melancolía y tristeza crecientes producto de la derrota recibida en batalla, pero sobre todo de no poder presenciar a su Dulcinea, han llevado a don Quijote al final de sus días. Todos constataron que verdaderamente se moría al verlo retornar a la cordura, y la única forma en que podía seguir vivo era en la locura que nadie le aceptaba la cual consistía en el poder de su voluntad, de su brazo y de su valor. Pero esto ya había desaparecido. Sancho fue el único que logró comprender esto muy bien cuando dijo, a modo de contradictorio reproche, a quien consideraba la mitad de su vida:
“…no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía.”