El autor

Cristian Arias

Historiador y aspirante a literato. Actualmente cursa una maestría en literaturas de expresión española en L’Université Laval en Québec, Canadá. Desde muy temprano su vida se ha instalado más acá del bien y del mal y más allá del adiós y la permanencia. Para escapar de la felicidad, suele, de cuando en cuando, salir a divagar en el mar de su insondable soledad.

La noche

nov 2010 en casa (24)

Foto: Cristian Arias

Autor: Cristian Arias

La noche ha regresado
cargada
lívida y agria
con una caravana
de relumbrantes voces
y fútiles espacios
de sombra en la distancia
sobre una niebla opaca
de lúgubres recuerdos
como si fuese cielo
que llevara mis penas
como lunares blancos
que pesan en tu adiós.

En ti todo lo siento
todo reposa en ti
la sed de sol terrible
la gélida pasión
de tantas soledades.

Todo lo siento y muero
como esta noche tibia
de luces infinitas
de tantas agonías
de un mundo solitario.

En ti amanezco y muero
como mueren las voces
de luna en la alborada
y morirás conmigo
cuando aparezca el sol.

De la dicha del campo a la dureza de la ciudad. La historia de vida de un desplazado. Parte 1

Marginalidad (11)

Foto: Cristian Arias

Autor: Cristian Arias

Mientras enciende su cigarrillo, Jacinto Hernández registra por un momento retazos ya olvidados de su pasado. Se encuentra platicando desde hace más de una hora sobre anécdotas que quizá había olvidado. Nos hemos sentado al borde de un banco improvisado que instaló frente a su cambuche. A buena hora su mujer nos trae el café que, es placentero decirlo, ha caído de perlas en esta tarde lluviosa de marzo. Observo una vez más sus ojos humedecidos y un rostro huesudo que me mira de improviso con cierta alegría luego de expulsar suavemente el humo de su pecho.

– Yo soy de acá de Bucaramanga, lo que pasa es que he estado un tiempo acá y otro tiempo afuera. Me fui unos treinta años por el Magdalena Medio, donde en esa época era todo verdaderamente sano, todo el mundo conseguía trabajo y comida; pero desde hace quince años se metió la guerrilla, luego los paramilitares y con ello se terminó la oportunidad de mucha gente de conseguir platica.

La llovizna empieza a declinar y Jacinto observa un cielo más despejado, lo que lo anima a inspirar su humo con mayor tranquilidad. Sabe que después de un aguacero todo el albergue queda inundado, y a nadie le conviene tener que reparar nuevamente su rancho. Continúa su diálogo.

– Eso era por toda la zona cercana a Sabana de Torres. Allá usted llegaba y conseguía trabajo, no le preguntaban a usted de donde viene ni para donde va; era ¿Usted quiere trabajar? Si, ¿Qué sabe hacer?, no, que yo se raspar arroz, y así. Yo raspé arroz en el tiempo en que llegué, cuando eso tocaba era a mano; después fue que vino la maquinaria. Le cuento que yo trabajé, como se dice, fundando fincas, tocaba tumbar, quemar, sembrar y hasta recoger la cosecha y todo eso en una zona que era de trabajo, hasta cuando ya la gente empezó a hacer platica, porque cuando eso había era gente humilde, pura gente pobre que ayudaba a levantar fincas pal día de mañana. La vida aquí en Bucaramanga era dura, y difícil también pagar arriendo; había trabajo también en las fincas pero era por mitad de lo que sacara uno, mitad para el dueño y mitad para uno; pero allá no porque había la oportunidad de que uno con poquita plata conseguía una finca o le daban la oportunidad de ir pagándola poco a poco. Y así me hice a la finca y lo que iba ganando era para el núcleo familiar de uno. ¡No¡ era una vaina tan linda que uno trabajaba y no tenía problemas de nada, nadie le jodia la vida a uno; pero todo empezó a cambiar cuando llegó la violencia a regir. Teníamos una tierra plana, llana, de 23 hectáreas. Yo cultivaba caña, coco, yuca, maíz, arroz, plátano, ¡de todo¡, tenía unos estanques de cría de peces y unas resecitas ; yo poseía una situación económica buena gracias a Dios, esa vida no tiene comparación, ¡claro está¡ hasta cuando estuvo bueno; imagínese al principio cuando yo fui levantando mis hijos eso estuvo de maravilla por allá, eso yo tenía trapiche, molía, le daba a la gente y con eso me daba gusto yo mismo porque, por ejemplo, llegaba cualquier persona y me pedía una matica de yuca, yo los hacía seguir para que la arrancaran, y luego decían: “¡uy¡ don Jacinto, yo no soy capaz de llevarme toda la mata”. ¡Claro!, pensaban que tenía por ahí unas diez libras por mucho, pero resulta que no eran capaces de llevarse las yucas que botaba la mata que pesaba casi cuatro arrobas en la forma en que yo las cultivaba; ¡y las cañas!, una cañas que sin hablarle mentiras eran de largas como este palo, de más de tres metros; yo mismo hice un trapiche, molía la caña, hacía guarapo, le daba a unos guarapo, a otros melao, bien coladito, bien limpiecito, eso servía para preparar agua de panela o preparar café; ¡los plátanos! esos plátanos de dos libras cada uno por la forma en que yo administraba esa vaina; para ahora quedar todo convertido en rastrojo; todos mis años jodidos allá. Bueno, pero al menos levanté mis hijos mayores allá, a unos les alcancé a dar bachillerato y a estos otros cinco pequeños, ni primaria siquiera, lo uno porque no había la oportunidad, yo tuve que venirme así, de manos cruzadas. Ya cuando se puso mala la situación y que la gente comenzó sicosiada, asustada, me llegaron a ofrecer 15 millones por la parcela, pero no quise venderla, yo era consciente de que valía más, hasta que al final me tocó dejarla abandonada, pues tuve que salir desplazado prácticamente por la guerrilla que me quería quitar los hijos.

Hizo una pausa para pensar un poco más hondo sin dejar de mirar el cielo. Sabía que era el final de una historia, de un sueño inconsciente, y el comienzo de otro, inesperado, súbito como la muerte y difícil como la misma existencia. La llovizna era escasa y la gente ya salía de sus ranchos a realizar diversas tareas cotidianas. Algunas mujeres jóvenes, con ropas ligeras, llevaban prendas de vestir para lavarlas en las piletas comunales; un hombre moreno de mediana estatura pasó impasible frente a nosotros portando una toalla que cubría sus muslos, y en sus manos, una barra de jabón y un tarro de champú: se dirigía a una de las duchas del albergue.

En ese lapso fugaz de tiempo, Jacinto, un curtido hombre de sesenta años, levantó a su pequeña de tres años que acababa de salir llorando de su casita de palos y plásticos, quizá atormentada por los recuerdos de un sueño absurdo. Mientras intentaba consolarla en sus brazos para que conciliara de nuevo su sueño, quiso reanudar su relato. Yo solamente lo escuchaba, dejando que él llevara el curso de la conversación con sus propios remos. Sin embargo, no soporté la curiosidad de querer saber qué fue lo que sucedió para tener que abandonar todo tan de repente, y así se lo hice saber.

MONÓLOGO DE UN INMIGRANTE POR LAS CALLES DE QUÉBEC

otoño

Autor: Cristian Arias

Su muerte nos ha dejado un dolor profundo, que se ahonda cuando no tenemos la posibilidad inmediata de abrazarnos, de llorar juntos, de sentir la complicidad de una última despedida. A miles de kilómetros de distancia y desde esta tierra lejana de la que apenas somos parte, el sentimiento de impotencia nos ha dejado un imborrable sabor amargo.

Sigo hablando para mí, para escucharme y tratar de matar este frío que alcanza a perforar mi piel. Por error he descendido en la estación Wilfrid-Pelletier y ahora debo marchar sobre la Quatre Bourgeois contra un viento de miedo que hace mis pasos más lentos y difíciles. Falta camino por recorrer, acá todo se me antoja extenso, como esta ciudad, como este país. Nada que ver con mi pequeña ciudad de montaña, un cálido paraje en medio de los Andes en donde Dios montó al sol para que reinase eternamente.

Me acerco a la Duchesneau, luego de superar varios bloques de apartamentos, blancos y marrón como el invierno que seremos pronto. Traspaso hileras de árboles desnudos, anaranjados por el reflejo de las bombillas, una cara sonriente del lúgubre otoño. Al otro lado, una iglesia católica, con una torre esquelética que enseña dos tontas campanas, tan aisladas, tan desoladas, como el mesías de la fe en un país de escépticos. El frío comienza a impregnar mis huesos, mis labios no coordinan sus palabras, no puedo creer que el agotamiento haya dejado sus marcas si tan sólo ha sido un mes de trabajo hasta minuit. Sí, era el jefe de desarrollo tecnológico en una próspera empresa de un país colorido que sólo conoce el eterno carnaval del verano, y ahora me encuentro aquí, escarchando mis huesos en una avenida cercana al polo norte. Mañana, una nueva semana, un nuevo desafío, otro día de francisation, y supongo que, de continuar con el ritmo tropical de salir a esperar el autobus a cualquier hora, tendré que vérmelas con la eminente expulsión. Puntualidad, por favor, puntualidad. Entraré a este Tim Hortons y pediré un café, no quiero helarme más.

No sé cómo vino a morir mi suegro, parecía tan bien de salud, era tan robusto. Lamento no poder estar con ellos, pero la presencia de mi esposa los reconfortará. Mañana estará abrazándolos a todos y yo me quedaré viendo las exequias desde la comodidad de mi webcam. Las funerarias piensan en todos: saben que siempre hay dolientes en el extranjero.

¿Qué les pasa a estos tipos?, ¿por qué siguen mirándome de manera tan extraña?, ¿se burlan de mí? Por fortuna me ha atendido la pareja de colombianos, de suerte que no tuve que ensayar mon petit français. Estos colombianos son mis compatriotas y los considero; deben hacer turno hasta las siete de la mañana. Me compadezco de ellos. Los dos quebecois siguen riendo, algo se traen entre dientes, un siseo ininteligible. Quisiera saber qué dicen, pero me iré de acá, mi esposa me espera con sus lágrimas de duelo.

El café está bien caliente y me reconforta, ahora retorno a la avenue Duchesneau y la caminaré toda hasta encontrar la Hochelaga. ¡Diablos!, debo dejar el café a un lado, tirarlo, no puedo sostenerlo en mi mano a causa del temblor, me siento débil, un leve escalofrío recorre mi cabeza. Ahora atravieso una hilera de casas uniformes, monótonas, cada una con su árbol esquelético color naranja. El viento afanoso me sacude, casi me impide hablar, quiero intentar decir palabras, en mi idioma, esta carga furiosa de aire helado no puede negarme ese derecho.

Pienso que esos cuatro ojos no se burlaban. Me escrutaban. Apostaría que es esa clase de personas de Québec que lo mira a uno con una mueca de desconcierto, de silencioso inconformismo, preguntándose el por qué de nuestra invasión en masa. Sin embargo, hay otros ojos muy diferentes, esos que nos miran con una límpida cara de sorpresa, con un bienvenido a nuestra tierra, y nos dicen “bienvenues au Québec”. Son estos los que tienen una enorme disposición de ayudarnos, y de hecho lo hacen; son los benévolos, los que conforman las organizaciones de atención y apoyo a los inmigrantes; o los que sacan horas de sus días para acompañarnos, para enseñarnos cosas que quizás ya sabíamos. Son enormes las atenciones que hemos recibido de ellos, mesdames, messieurs, nous vous remercions infiniment. Por fin, he podido llegar a la Hochelaga. Ya estoy cerca, falta poco aunque no sé cómo sigo sosteniéndome. Otros ojos, que también me agradan, son aquellos que parecen ignorar todo a su lado y nos miran como quien mira una hoja en el suelo, y entonces simplemente somos sus iguales. Y entre esos prototipos inventados emerge, como mil caras, la enigmática personalidad quebecoise, un país, una nación, viva, voluble, inconstante: Québec, la provincia problema, la cenicienta, la izquierdosa, la francófona.

Estoy llegando al fin de la Hochelaga, ¿Hochelaga?, ¿de dónde saldría tal nombre? suena indígena, como de la première nation. Ah! lo recuerdo, en algún sitio lo leí: es el nombre iroqués de la actual Montreal, la usurpación de un territorio y de un nombre. Aunque tendría que averiguar el significado de las demás calles, eterna urdimbre de nombres y apellidos, de palabras comunes y simbólicas. ¿Cómo se las arreglarían para bautizar cada una de las miles de calles de la Belle ville? Bueno, son más de cuatrocientos años de historia; eso puede explicar algo.

El viento arrecia con más violencia y ahora lo escucho gritando a lo lejos. Espero que mi esposa esté ya dormida; en cuatro horas Monsieur Hebert pasará por ella para llevarla al aeropuerto. Será un viaje largo, Québec, Toronto, Bogotá, Bucaramanga; ruego que a eso de las seis de la tarde ya se encuentre en el verano eterno de mi ciudad. Por fortuna, Bucaramanga tiene un verano soportable, a veces muy agradable y temporadas de lluvia siniestras a las que llamamos “invierno”. Pero qué decir del verano de Québec: mi primer été no fue sino un chiste, una pesada broma, unos pocos días de intenso sol, unas cuantas cervezas frías y ya está, el dios del hielo reclama su trono y desplaza al rubio inclemente a su sitio natural, a derretir las cabezas al trópico. El viento sigue gimiendo y estos árboles crujen y me desafían, el dios del hielo amaga, está impaciente, receloso, amenaza que vendrá, pero aún faltan algunos días. El escalofrío es insoportable.

De repente, una pared densa y gris se observa en el horizonte, como una enorme cadena montañosa que contrasta con un cielo macilento, azul oscuro. Me pierdo en la cima de aquella extensión y camino en su gélido suelo para encontrar mi destino. Y caminando me adentro en una ciudad que me ha abierto sus puertas, mis proyectos en construcción, noches de llanto de mi esposa a solas, largas jornadas de francés, el aprendizaje de un acento ininteligible, miradas que me recriminan cuando no logro expresarme correctamente, gestos que aún me son ajenos, silencio sepulcral en las calles. Y con todo esto, gente cálida y amable, la solidaridad que me tiende la mano a todo momento, un mundo de oportunidades. Todo se une en sólo gesto, en una sola mueca. La montaña de brumas no puede sostenerme y me precipito pesadamente en un vacío inexpugnable. Siento náuseas. El olor del tapete de hojas anuncia mi llegada.

El sobre du Gouvernement du Canada está aguardando en el buzón. ¿Cómo no lo había buscado antes? Es un respiro, un golpecito en la espalda, un cayado, la ayuda federal, la ayuda provincial, los mercados de los jueves, los milagros de este país, mi esposa, mis hijas, mi sueño canadiense, toda mi vida en este pequeño instante, una sorpresa que aguarda cada día. Abro la puerta y comienzo a sentir que el frío se extingue, que me ha dejado en paz. La escucho en silencio, he llegado a mi hogar.

El Cantar del mío Cid y la lectura crítica

miocid

Autor: Cristian Arias

Si no fuese porque nuestra responsabilidad como lectores es vencer las barreras de la interpretación de sentidos, caeríamos de seguido en la arbitraria rutina de tildar de aburridos anacronismos e inocentes cursilerías todos los textos de literatura clásica que han cimentado en gran medida el pensamiento de la cultura y la civilización occidental. Diríamos, por ejemplo, que la Odisea está plagada de errores de veracidad histórica y que Don Quijote de la Mancha es simplemente una historia jocosa que, aunque extensa, no deja de entretenernos con las disparatadas aventuras de un caballero anacrónico. Pero la lectura debe ser comprendida como un ejercicio de juicio que implica, además de un esfuerzo de interpretar, un médium para imaginar, sospechar, despertar suspicacias, siempre amparados de una mente abierta. Con esta idea me he embarcado en la relectura de la epopeya nacional española El Cantar del Mío Cid, para especular un poco sobre lo que podría ocurrir si un lector desprevenido y desarmado se choca con este libro.
Lo primero que hará el lector es buscar un encuentro amoroso con la trama, lo que de seguro logrará, debido al carácter apasionante de esta historia. Quedará atrapado en la historia a medida que su mente se encadena a la lectura en versos y que el de la barba bellida conquista tierras hacia el sur y se hace un hombre rico y poderoso. Quedará inmerso y leerá con ahínco y pasión. Eso es seguro. Disfrutará el libro, se enamorará de Minaya, sentirá un vago recelo por Alfonso VI y despreciará con creces a los Infantes de Carrión; caerá en poder del juglar y del copista. Y eso ya es una mitad ganada. Pero queda la otra mitad. Y aquí es cuando comienzo a especular: aquello del juglar y del copista lo ignorará; no sabrá que es un poema épico de origen oral, recitado por juglares a lo largo de los siglos XII y XIII y fijado textualmente al castellano antiguo en 1307 por un tal Per Abat. También soslayará que en sus 3730 versos asonantes de medida irregular predominan los de dieciséis sílabas con hemistiquios de ocho sílabas, origen de los futuros romances. Este lector, desprovisto de herramientas de apreciación histórica no llegará a especular sobre el peso de los siglos y las múltiples miradas que ha tenido este poema a través de sus casi mil años. ¿Es que acaso meditará acerca de la intencionalidad del juglar al narrar estos hechos históricos al público? ¿O en lo que significó esta obra fundamental para Cervantes y sobre todo para El Quijote?
Ahora pesemos al contenido de la obra ¿Qué podemos alegar en desfavor del lector desprevenido? Una sarta de especulaciones. Yo, de malpensante, sólo diré que el lector desarmado tendrá un caminar torcido desde el albor del poema: ignorará, de entrada, lo que significa que el Cid lleve sesenta pendones al llegar a Burgos; y que en aquella misma acción haya movido los hombros y sacudido la cabeza al ver la corneja volar sobre su costado izquierdo. Y en adelante seguirá su transitar lisiado sino logra aguzar el sentido de la interpretación. Dirá, por ejemplo, que el Cid no fue tan honrado como lo define el poema, habida cuenta que engañó a los prestamistas judíos, fuera de que nunca les pagó. Que toda la cruzada de conquistas era el eterno carnaval de la avaricia por el dinero y la riqueza, en donde la palabra ganancia, sonaba más que Dios. Y que aquellos emotivos besos en la boca entre caballeros son la señal fehaciente de que la homosexualidad es un asunto tan antiguo y extendido como la guerra misma. El lector desprevenido y poco perspicaz puede saber que Rodrigo Díaz de Vivar es un personaje histórico al igual que la mayor parte de los personajes que participan de la epopeya y que los lugares que recorren son, por tanto, reales. Pero ignora que el juglar tiene la clara misión de conmover, de convencer; la intencionalidad de encumbrar la figura del guerrero, para lo cual, hará lo necesario: modificará, agregará, omitirá, escenarios, lugares, nombres, personajes, acciones. De eso se trata: de inmortalizar a Rodrigo el Cid Campeador y con ello a toda la España Cristiana.
Sólo estando amparados por la lucidez de una postura ecléctica, esos lenguajes tácitos, esas sospechosas alegorías y toda suerte de connotaciones simbólicas que se nos presentan serían revisitados con juicio comprensivo. Pero para eso hay que trabajar. Especular es un buen comienzo. Yo, personalmente comencé con la inútil tarea de resolver el siguiente enigma: ¿Qué fue aquello tan grave que los enemigos del Cid le dijeron al Rey Alfonso para que éste se convenciera de su destierro inminente? Me encuentro pues, imaginando esas intrigas en verso llenas de celos y rencor. De eso podemos hablar después.