Autor: Cristian Arias
Su muerte nos ha dejado un dolor profundo, que se ahonda cuando no tenemos la posibilidad inmediata de abrazarnos, de llorar juntos, de sentir la complicidad de una última despedida. A miles de kilómetros de distancia y desde esta tierra lejana de la que apenas somos parte, el sentimiento de impotencia nos ha dejado un imborrable sabor amargo.
Sigo hablando para mí, para escucharme y tratar de matar este frío que alcanza a perforar mi piel. Por error he descendido en la estación Wilfrid-Pelletier y ahora debo marchar sobre la Quatre Bourgeois contra un viento de miedo que hace mis pasos más lentos y difíciles. Falta camino por recorrer, acá todo se me antoja extenso, como esta ciudad, como este país. Nada que ver con mi pequeña ciudad de montaña, un cálido paraje en medio de los Andes en donde Dios montó al sol para que reinase eternamente.
Me acerco a la Duchesneau, luego de superar varios bloques de apartamentos, blancos y marrón como el invierno que seremos pronto. Traspaso hileras de árboles desnudos, anaranjados por el reflejo de las bombillas, una cara sonriente del lúgubre otoño. Al otro lado, una iglesia católica, con una torre esquelética que enseña dos tontas campanas, tan aisladas, tan desoladas, como el mesías de la fe en un país de escépticos. El frío comienza a impregnar mis huesos, mis labios no coordinan sus palabras, no puedo creer que el agotamiento haya dejado sus marcas si tan sólo ha sido un mes de trabajo hasta minuit. Sí, era el jefe de desarrollo tecnológico en una próspera empresa de un país colorido que sólo conoce el eterno carnaval del verano, y ahora me encuentro aquí, escarchando mis huesos en una avenida cercana al polo norte. Mañana, una nueva semana, un nuevo desafío, otro día de francisation, y supongo que, de continuar con el ritmo tropical de salir a esperar el autobus a cualquier hora, tendré que vérmelas con la eminente expulsión. Puntualidad, por favor, puntualidad. Entraré a este Tim Hortons y pediré un café, no quiero helarme más.
No sé cómo vino a morir mi suegro, parecía tan bien de salud, era tan robusto. Lamento no poder estar con ellos, pero la presencia de mi esposa los reconfortará. Mañana estará abrazándolos a todos y yo me quedaré viendo las exequias desde la comodidad de mi webcam. Las funerarias piensan en todos: saben que siempre hay dolientes en el extranjero.
¿Qué les pasa a estos tipos?, ¿por qué siguen mirándome de manera tan extraña?, ¿se burlan de mí? Por fortuna me ha atendido la pareja de colombianos, de suerte que no tuve que ensayar mon petit français. Estos colombianos son mis compatriotas y los considero; deben hacer turno hasta las siete de la mañana. Me compadezco de ellos. Los dos quebecois siguen riendo, algo se traen entre dientes, un siseo ininteligible. Quisiera saber qué dicen, pero me iré de acá, mi esposa me espera con sus lágrimas de duelo.
El café está bien caliente y me reconforta, ahora retorno a la avenue Duchesneau y la caminaré toda hasta encontrar la Hochelaga. ¡Diablos!, debo dejar el café a un lado, tirarlo, no puedo sostenerlo en mi mano a causa del temblor, me siento débil, un leve escalofrío recorre mi cabeza. Ahora atravieso una hilera de casas uniformes, monótonas, cada una con su árbol esquelético color naranja. El viento afanoso me sacude, casi me impide hablar, quiero intentar decir palabras, en mi idioma, esta carga furiosa de aire helado no puede negarme ese derecho.
Pienso que esos cuatro ojos no se burlaban. Me escrutaban. Apostaría que es esa clase de personas de Québec que lo mira a uno con una mueca de desconcierto, de silencioso inconformismo, preguntándose el por qué de nuestra invasión en masa. Sin embargo, hay otros ojos muy diferentes, esos que nos miran con una límpida cara de sorpresa, con un bienvenido a nuestra tierra, y nos dicen “bienvenues au Québec”. Son estos los que tienen una enorme disposición de ayudarnos, y de hecho lo hacen; son los benévolos, los que conforman las organizaciones de atención y apoyo a los inmigrantes; o los que sacan horas de sus días para acompañarnos, para enseñarnos cosas que quizás ya sabíamos. Son enormes las atenciones que hemos recibido de ellos, mesdames, messieurs, nous vous remercions infiniment. Por fin, he podido llegar a la Hochelaga. Ya estoy cerca, falta poco aunque no sé cómo sigo sosteniéndome. Otros ojos, que también me agradan, son aquellos que parecen ignorar todo a su lado y nos miran como quien mira una hoja en el suelo, y entonces simplemente somos sus iguales. Y entre esos prototipos inventados emerge, como mil caras, la enigmática personalidad quebecoise, un país, una nación, viva, voluble, inconstante: Québec, la provincia problema, la cenicienta, la izquierdosa, la francófona.
Estoy llegando al fin de la Hochelaga, ¿Hochelaga?, ¿de dónde saldría tal nombre? suena indígena, como de la première nation. Ah! lo recuerdo, en algún sitio lo leí: es el nombre iroqués de la actual Montreal, la usurpación de un territorio y de un nombre. Aunque tendría que averiguar el significado de las demás calles, eterna urdimbre de nombres y apellidos, de palabras comunes y simbólicas. ¿Cómo se las arreglarían para bautizar cada una de las miles de calles de la Belle ville? Bueno, son más de cuatrocientos años de historia; eso puede explicar algo.
El viento arrecia con más violencia y ahora lo escucho gritando a lo lejos. Espero que mi esposa esté ya dormida; en cuatro horas Monsieur Hebert pasará por ella para llevarla al aeropuerto. Será un viaje largo, Québec, Toronto, Bogotá, Bucaramanga; ruego que a eso de las seis de la tarde ya se encuentre en el verano eterno de mi ciudad. Por fortuna, Bucaramanga tiene un verano soportable, a veces muy agradable y temporadas de lluvia siniestras a las que llamamos “invierno”. Pero qué decir del verano de Québec: mi primer été no fue sino un chiste, una pesada broma, unos pocos días de intenso sol, unas cuantas cervezas frías y ya está, el dios del hielo reclama su trono y desplaza al rubio inclemente a su sitio natural, a derretir las cabezas al trópico. El viento sigue gimiendo y estos árboles crujen y me desafían, el dios del hielo amaga, está impaciente, receloso, amenaza que vendrá, pero aún faltan algunos días. El escalofrío es insoportable.
De repente, una pared densa y gris se observa en el horizonte, como una enorme cadena montañosa que contrasta con un cielo macilento, azul oscuro. Me pierdo en la cima de aquella extensión y camino en su gélido suelo para encontrar mi destino. Y caminando me adentro en una ciudad que me ha abierto sus puertas, mis proyectos en construcción, noches de llanto de mi esposa a solas, largas jornadas de francés, el aprendizaje de un acento ininteligible, miradas que me recriminan cuando no logro expresarme correctamente, gestos que aún me son ajenos, silencio sepulcral en las calles. Y con todo esto, gente cálida y amable, la solidaridad que me tiende la mano a todo momento, un mundo de oportunidades. Todo se une en sólo gesto, en una sola mueca. La montaña de brumas no puede sostenerme y me precipito pesadamente en un vacío inexpugnable. Siento náuseas. El olor del tapete de hojas anuncia mi llegada.
El sobre du Gouvernement du Canada está aguardando en el buzón. ¿Cómo no lo había buscado antes? Es un respiro, un golpecito en la espalda, un cayado, la ayuda federal, la ayuda provincial, los mercados de los jueves, los milagros de este país, mi esposa, mis hijas, mi sueño canadiense, toda mi vida en este pequeño instante, una sorpresa que aguarda cada día. Abro la puerta y comienzo a sentir que el frío se extingue, que me ha dejado en paz. La escucho en silencio, he llegado a mi hogar.