De la dicha del campo a la dureza de la ciudad. La historia de vida de un desplazado. Parte 1

Marginalidad (11)

Foto: Cristian Arias

Autor: Cristian Arias

Mientras enciende su cigarrillo, Jacinto Hernández registra por un momento retazos ya olvidados de su pasado. Se encuentra platicando desde hace más de una hora sobre anécdotas que quizá había olvidado. Nos hemos sentado al borde de un banco improvisado que instaló frente a su cambuche. A buena hora su mujer nos trae el café que, es placentero decirlo, ha caído de perlas en esta tarde lluviosa de marzo. Observo una vez más sus ojos humedecidos y un rostro huesudo que me mira de improviso con cierta alegría luego de expulsar suavemente el humo de su pecho.

– Yo soy de acá de Bucaramanga, lo que pasa es que he estado un tiempo acá y otro tiempo afuera. Me fui unos treinta años por el Magdalena Medio, donde en esa época era todo verdaderamente sano, todo el mundo conseguía trabajo y comida; pero desde hace quince años se metió la guerrilla, luego los paramilitares y con ello se terminó la oportunidad de mucha gente de conseguir platica.

La llovizna empieza a declinar y Jacinto observa un cielo más despejado, lo que lo anima a inspirar su humo con mayor tranquilidad. Sabe que después de un aguacero todo el albergue queda inundado, y a nadie le conviene tener que reparar nuevamente su rancho. Continúa su diálogo.

– Eso era por toda la zona cercana a Sabana de Torres. Allá usted llegaba y conseguía trabajo, no le preguntaban a usted de donde viene ni para donde va; era ¿Usted quiere trabajar? Si, ¿Qué sabe hacer?, no, que yo se raspar arroz, y así. Yo raspé arroz en el tiempo en que llegué, cuando eso tocaba era a mano; después fue que vino la maquinaria. Le cuento que yo trabajé, como se dice, fundando fincas, tocaba tumbar, quemar, sembrar y hasta recoger la cosecha y todo eso en una zona que era de trabajo, hasta cuando ya la gente empezó a hacer platica, porque cuando eso había era gente humilde, pura gente pobre que ayudaba a levantar fincas pal día de mañana. La vida aquí en Bucaramanga era dura, y difícil también pagar arriendo; había trabajo también en las fincas pero era por mitad de lo que sacara uno, mitad para el dueño y mitad para uno; pero allá no porque había la oportunidad de que uno con poquita plata conseguía una finca o le daban la oportunidad de ir pagándola poco a poco. Y así me hice a la finca y lo que iba ganando era para el núcleo familiar de uno. ¡No¡ era una vaina tan linda que uno trabajaba y no tenía problemas de nada, nadie le jodia la vida a uno; pero todo empezó a cambiar cuando llegó la violencia a regir. Teníamos una tierra plana, llana, de 23 hectáreas. Yo cultivaba caña, coco, yuca, maíz, arroz, plátano, ¡de todo¡, tenía unos estanques de cría de peces y unas resecitas ; yo poseía una situación económica buena gracias a Dios, esa vida no tiene comparación, ¡claro está¡ hasta cuando estuvo bueno; imagínese al principio cuando yo fui levantando mis hijos eso estuvo de maravilla por allá, eso yo tenía trapiche, molía, le daba a la gente y con eso me daba gusto yo mismo porque, por ejemplo, llegaba cualquier persona y me pedía una matica de yuca, yo los hacía seguir para que la arrancaran, y luego decían: “¡uy¡ don Jacinto, yo no soy capaz de llevarme toda la mata”. ¡Claro!, pensaban que tenía por ahí unas diez libras por mucho, pero resulta que no eran capaces de llevarse las yucas que botaba la mata que pesaba casi cuatro arrobas en la forma en que yo las cultivaba; ¡y las cañas!, una cañas que sin hablarle mentiras eran de largas como este palo, de más de tres metros; yo mismo hice un trapiche, molía la caña, hacía guarapo, le daba a unos guarapo, a otros melao, bien coladito, bien limpiecito, eso servía para preparar agua de panela o preparar café; ¡los plátanos! esos plátanos de dos libras cada uno por la forma en que yo administraba esa vaina; para ahora quedar todo convertido en rastrojo; todos mis años jodidos allá. Bueno, pero al menos levanté mis hijos mayores allá, a unos les alcancé a dar bachillerato y a estos otros cinco pequeños, ni primaria siquiera, lo uno porque no había la oportunidad, yo tuve que venirme así, de manos cruzadas. Ya cuando se puso mala la situación y que la gente comenzó sicosiada, asustada, me llegaron a ofrecer 15 millones por la parcela, pero no quise venderla, yo era consciente de que valía más, hasta que al final me tocó dejarla abandonada, pues tuve que salir desplazado prácticamente por la guerrilla que me quería quitar los hijos.

Hizo una pausa para pensar un poco más hondo sin dejar de mirar el cielo. Sabía que era el final de una historia, de un sueño inconsciente, y el comienzo de otro, inesperado, súbito como la muerte y difícil como la misma existencia. La llovizna era escasa y la gente ya salía de sus ranchos a realizar diversas tareas cotidianas. Algunas mujeres jóvenes, con ropas ligeras, llevaban prendas de vestir para lavarlas en las piletas comunales; un hombre moreno de mediana estatura pasó impasible frente a nosotros portando una toalla que cubría sus muslos, y en sus manos, una barra de jabón y un tarro de champú: se dirigía a una de las duchas del albergue.

En ese lapso fugaz de tiempo, Jacinto, un curtido hombre de sesenta años, levantó a su pequeña de tres años que acababa de salir llorando de su casita de palos y plásticos, quizá atormentada por los recuerdos de un sueño absurdo. Mientras intentaba consolarla en sus brazos para que conciliara de nuevo su sueño, quiso reanudar su relato. Yo solamente lo escuchaba, dejando que él llevara el curso de la conversación con sus propios remos. Sin embargo, no soporté la curiosidad de querer saber qué fue lo que sucedió para tener que abandonar todo tan de repente, y así se lo hice saber.

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